«Tú eres el más bello de los hombres;
en Tus labios se derrama la gracia».
—Salmo 45
La edad media es rica en obras de carácter fundamentalmente Cristiano. Naturalmente, la tradición literaria medieval se sitúa en la Cristianización de las tradiciones de los pueblos europeos. Parte de ésta es heredera de la poesía clásica cultivada en el mediterráneo de la mano de los pueblos de Italia y la Hélade. Por otro lado, la Cristianización de los pueblos bárbaros del norte dio origen a una síntesis de carácter más bien germánico. Es precisamente aquí donde surgen en lugares como Francia los proverbiales temas de la caballería y el amor cortés.
Cuando Clodoveo, «ilustre en el combate», es bautizado por San Remigio junto a unos miles de su guerreros, nace de la pila bautismal el perdurable reino de los francos. Es en él donde se propaga con mayor fuerza el ideal del caballero Cristiano. Es la tierra de Martel y Carlomagno, de Roldán y Godofredo. y —quizás donde más ha brillado la luz del Evangelio sobre la armadura del guerrero— de San Luis y Santa Juana. Es también la tierra de Chrétien de Troyes. Cortesano, trovador y probablemente clérigo, Chrétien es uno de los más destacados escritores de literatura caballeresca y de literatura en general durante el período que duró la Cristiandad. Es mayormente conocido por sus obras tocantes a las leyendas del Rey Arturo y su corte. En este escrito nos referiremos a una de las obras del autor: Yvain, o El Caballero del León.
Yvain es un caballero que, ávido de aventuras, mata a un rey en un combate librado en el bosque, quedándose así con su reino y casándose con su mujer. Posteriormente, Yvain parte en busca de nuevas aventuras y se encuentra con un león que lo acompaña de ahí en adelante. Más allá de sus orígenes gaélico-británicos, El Caballero del León es un texto de claro talante franco en la más amplia extensión del término, especialmente por la franca claridad con que los personajes y el autor interactúan con el entorno. Cuando Calogrenant visita el pozo que provoca la tormenta, el caballero del pozo arremete contra él sin mediar apenas discurso; en efecto, Calogrenant no pronuncia palabra y se dispone al combate sin intermedios. Luego nos narra Chrétien que cuando Yvain va al pozo a vengar la afrenta hecha contra Calogrenant, «apenas se hubieron visto se abalanzaron uno sobre otro». Estos hombres, de quienes hemos visto al inicio de la historia una destacada urbanidad de la corte, se muestran también raudos y avenidos en el combate.
«Es imposible decirlo todo de una noble dama cuando está adornada de todas las virtudes».
Pero es quizás en la constante armonía entre el mundo interior y el mundo exterior de los personajes donde se aprecia más concretamente la «franqueza» de la obra. Es decir, la apariencia de los personajes es claro reflejo de su fisionomía espiritual. Al inicio de la narración de Calogrenant se nos presenta a un mayordomo y una doncella que dan hospitalidad al caballero. La doncella es «bella y gentil», «alta, grácil y esbelta», pero a su vez «tan discreta… tan sensata». El mismo Yvain, constatando la narración de Calogrenant, encuentra a la doncella exponencialmente más bella y discreta. Encontramos aquí un doble encanto: el de su aspecto y su porte y el de su discreción y su virtud. El narrador considera además que «es imposible decirlo todo de una noble dama cuando está adornada de todas las virtudes». No es propio, pues, de una noble y hermosa dama ser en cambio fea en sentido moral. Más adelante en la historia, vemos a una princesa de nombre Lunete que actúa como consejera de la reina Laudine; Lunete es una virgen sabia que a menudo interviene para llevar a buen término las historias de Yvain y Lunete, unidos en vínculo sacramental: intercede en numerosas ocasiones en favor de Yvain, al punto que hace exclamar a la Reina: «¡buena trampa me has hecho porque me vas a hacer amar, a pesar mío, a quien no me ama ni me aprecia! ¡Qué bien has actuado! ¡Qué buen servicio me has prestado!». Como es de esperar, Lunete es a su vez «amable y hermosa». Esta hermosura, no obstante, está adornada de una gracia singular: la clarividencia de las almas puras.
Por otro lado, la criatura, el pastor de toros, de entrada le parece a Yvain no solo «fea» sino también «vil». Nos cuenta además Calogrenant que el pastor es «desmesuradamente grande y asqueroso», de donde extraemos un rasgo típico de la fealdad: la desproporción. El pastor es también «la criatura más horrible que os pueda decir mi boca», y seguidamente se nos dice que las manos, las orejas, la frente, los dientes… Todo en él posee una figura animal más bien que humana. Tal es la fealdad de aquella criatura que el caballero empieza diciendo: «dime rápidamente si eres algo bueno o no»; a la vez que espera un posible ataque de aquel habitante del bosque, quien, por cierto, hace recordar a Calogrenant la temible amenaza del moro invasor. El aspecto desagradable del pastor taurino refiere si no a su fisionomía moral, pues no se nos narra de él fechoría alguna, sí al menos a la ferocidad de su profesión: la de apacentar toros; y a su papel en la historia: el de anticipar el peligro.
Esta visión no es menos realista que aquella que disocia la apariencia y la virtud de los personajes. La segunda perfila un rasgo de la compleja y herida naturaleza humana, según la cual todos somos más o menos virtuosos, más o menos bellos, sin aparente correlación; la primera, en cambio, refleja un principio ontológico, y por tanto filosófico, del mundo. Para Chrétien, los buenos son hermosos, porque en el orden de la Creación, lo bueno es hermoso. Ens et bonum convertuntur, reza el adagio, al cual podemos añadir et pulchrum: ens et bonum et pulchrum convertuntur. Corresponde a la belleza ser testimonio sensorial de la bondad de las cosas, de modo que no convendría que se separe la belleza corporal de la espiritual.
La visión Cristiana es predominantemente simbólica, sacramental, y por tanto más realista que el puro realismo.
He aquí una cierta sentencia que se deriva de todo ello: las apariencias, sí, engañan, pero no siempre; La visión Cristiana es predominantemente simbólica, sacramental, y por tanto más realista que el puro realismo. Si la belleza es, como decía San Alberto Magno, el esplendor de la forma en la materia, entonces la forma de los hombres, el alma, ha de traslucirse en el cuerpo. Al menos así lo entendía el bardo de Troyes. Es acaso por esta razón que algunos Santos del talle de San Antonio Abad y Santa Catalina Labouré tenían rostros encantadoramente radiantes, semblantes capaces de irradiar la esplendente luz inmaterial de la Gloria de Dios. Y por esa misma belleza interior bajó Moisés del Sinaí con el rostro refulgente por haber hablado con El Señor, y por ella la Iglesia invoca a La Virgen Santa llamándola la «Toda Hermosa», y por ella El Rey David cantó al Santísimo Redentor del mundo con estas palabras: «Tú eres el más bello de los hombres; en Tus labios se derrama la gracia».